Hoy en día el tema de la salud nos sobrevuela a todos. El covid-19 parecía que nos iba a ayudar a tomar contacto con nuestra vulnerabilidad como seres humanos, pero no. Poder aterrizar de ideas omnipotentes, autoexigencias desbordantes y fantasías de híper-control. Y lo más importante, nos iba a atizar en la soberbia cuando todo ufanos alardeábamos de no tener tiempo de ponernos enfermos, ni física ni emocionalmente. ¡Cuánta ignorancia!
Pero así somos, una continua compulsión a la repetición, con poca capacidad para aprehender de lo vivido, y mucha, para confirmar el dicho popular “solo nos acordamos de de Santa Bárbara cuando truena”.
Estamos tan atravesados por el capitalismo férreo, el consumismo voraz y el positivismo ridículo, que lo vivido en la pandemia nos ha calado bien poco. Estos dos años hemos sentido en carne propia, lo efímero de la existencia, sin embargo, no podemos permitirnos el derecho estar enfermos y permitirnos el tiempo necesario para recuperarnos. Sentimos que si no somos productivos y eficientes, somos invisibles.
Nos quedamos en la cuneta de la sociedad, expulsados de la continua vorágine. Flagelándonos porque algo habremos hecho mal, para estar enfermos. También culpables, porque el mandato que impera en lo cultural, es que nos tenemos que sentir bien y ser positivos. Una auténtica locura ¿Cómo no vamos a dolernos si estamos mal? ¿Replegarnos para cuidar nuestras heridas? ¿Darnos un tiempo para recupéranos, sin prisas ni obligaciones? En definitiva, escuchar lo que necesita nuestro cuerpo (descansar, dormir, pasear, comer, etc.), sin exigirnos ni forzarnos. Tolerando esa transición necesaria de convalecencia, con calma y cariño.
Algo que parece de tan sentido común, se lleva bastante poco en estos tiempos que vivimos. Claro que escuchamos “cuídate, que lo primero eres tú”, “descansa”, “recupérate bien”, pero en realidad forma parte de un doble discurso. En ese momento, habla la parte nuestra más conectada, pero rápidamente entra en escena, la que hemos mamado socialmente. Imponiéndonos la obligación de ser productivos, olvidarnos del sufrimiento y huir hacia delante.
Gema me contaba en su terapia,reflexionando sobre su poco cuidado hacia ella misma, que a los días de operarla tuvo que volver a su puesto de trabajo. Sin presión externa, no la necesitaba. Se sobraba con ella misma, para boicotearse, no podía permitirse estar en casa convaleciente, tenía que seguir demostrando(se) su valía profesional. En estos momentos el cuerpo le habla, con una amplia sintomatología. Y poco a poco va pudiendo escucharse. Pero como plantea Byung-Chul Han “El sujeto forzado a rendir sufre de síndrome de desgaste profesional (en inglés, burnout) desde el momento en que siente que ya no puede más. Fracasa por culpa de las exigencias de rendimiento que se impone a sí mismo”.
Pedro, dueño de una farmacia, recordaba con dolor la muerte de su madre y su actitud, por la mañana la habían enterrado y por la tarde decidió irse a trabajar. Lo argumentaba “Era ley de vida y ya no se podía hacer nada, había que seguir adelante y ser positivo”. Fuimos pensando de a poco, como no toleraba conectar con la enfermedad, la muerte, la pérdida de su madre y se intentaba proteger en su armadura de “hombre racional”. Hacia miles de actividades sociales, porque no podía estar solo, pensar y sentir. Necesitaba un ruido de fondo, como quien enchufa la televisión al llegar a casa para sentirse acompañado. Al final lo paró un cáncer. La vida le golpeó y él,un hombre inteligente, decidió comenzar terapia y empezar a escuchar(se). No solo a su ego, también a su alma rota.
Bibliografía
- Byung-Chul. Han. (2010) La sociedad del cansancio. Barcelona. Herder.